La violencia interpartidista como catalizador del conflicto armado en Colombia. Una breve aproximación histórica

 

 

Bruno de Jesús Rahmer(*)

 

Resumen

 

A lo largo de toda la historia republicana, Colombia ha sufrido los efectos del conflicto armado más longevo de todo el hemisferio occidental. Las sucesivas oleadas de confrontación bélica entre grupos guerrilleros, Estado, sociedad civil y las fuerzas paramilitares han causado cuantiosas pérdidas humanas y un paulatino socavamiento del estado social de derecho. Paradojalmente, la nación colombiana es poseyente de un sistema constitucional relativamente estable. Por tanto, las fronteras móviles del conflicto presentan desafíos en la comprensión de toda la compleja fenomenología que le rodea. En este artículo se presenta una sintética reconstrucción histórica en torno al conflicto armado colombiano- desde los umbrales de la época postcolonial hasta los albores del siglo XXI. Se mencionan los hechos más relevantes que catalizaron la escalada de violencia, así como las causas hipotéticas del conflicto. Finalmente, se presenta una reflexión sucinta en torno a las posibilidades de comprensión del conflicto armado en toda su magnitud.

 

Palabras clave: Conflicto armado; Guerra asimétrica; Historia colombiana; Violencia generalizada.

 

 

 

Partidist violence and poverty as drivers of armed conflict in Colombia. A brief historical approach

 

Abstract

 

Throughout all of Republican history, Colombia has suffered the effects of the longest armed conflict in the entire western hemisphere. This warlike confrontation between guerrilla groups, state, civil society and paramilitary forces have caused considerable human losses and a gradual undermining of the social rule of law. Paradoxically, the Colombian constitutional system is relatively stable. Therefore, there are importants challenges in understanding the complex phenomenon of violence. This paper presents a brief historical reconstruction around the colombian armed conflict from postcolonial times to the dawn of the 21st century. The most relevant events that catalyzed the escalation of violence are mentioned, as well as the hypothetical causes of the conflict. Finally, a brief reflection on the possibilities of understanding the armed conflict in all its magnitude is presented.

 

Keywords: Armed conflict; Asymmetric war; Colombian history; Generalized violence.

 

 

 

 

 

La violencia interpartidista como catalizador del conflicto armado en Colombia. Una breve aproximación histórica

 

Introducción

 

La violencia colectiva en el contexto de los conflictos armados es un flagelo con grandes impactos en la sociedad humana. Numerosas guerras civiles y conflictos armados en todo el mundo (por ejemplo, Congo, Siria, Israel-Palestina, Colombia) ejemplifican la naturaleza ubicua y omnipresente de la violencia humana. La violencia colectiva entre conflictos armados impacta la economía, los sistemas de salud y la estabilidad social de los países afectados. En consecuencia, se han realizado numerosos esfuerzos para tratar de comprender los determinantes y consecuencias de este fenómeno. En esta línea, se han abordado importantes cuestiones de investigación a partir de variopintas perspectivas teóricas: desde las ciencias sociales, la biología y, más recientemente, la neurociencia (Mike, 2018 y Baéz, Santamaría-García, & Ibánez, 2019).

Al igual que en otras latitudes, la nación colombiana experimenta en los umbrales de esta época una situación de violencia doméstica generalizada. El predominio intencionado de la fuerza bélica ejercida por actores armados que operan al margen de la legalidad y aquella ejercida por el mismo aparato de planificación central, para el alcance de ciertos fines de orden político-económico, recrudecieron el devenir de esta guerra asimétrica. Algunas de las razones que explican el surgimiento de las andanadas terroristas en Colombia apuntan al débil marco institucional, las reyertas entre élites económicas, sectores populares y grupos subversivos por la posesión de la tierra. También destaca la permanencia de grupos terroristas de orientación marxista leninista y en otra antípoda, grupos oficialistas al margen de la legalidad, amén de la consolidación de organizaciones ilícitas que establecieron redes de autoprotección en procura de controlar la cadena de suministro de narcóticos. La incapacidad del aparato estatal para fijar estribos de contención efectivos que amortiguaran el embate de las fuerzas insurgentes y respondieran a los estertores de la violencia partidista, trajo consigo la violación sistemática de derechos humanos y la producción de daños directos e indirectos sobre la población civil.

Esta guerra asimétrica no ha sido experimentada en períodos aislados, sino que se ha tornado en un problema estructural para la nación colombiana, retrotrayéndose a sus más lejanos inicios y cuyos estertores han sido llevados a extremos inconcebibles. Ha sido un fenómeno mudable, sujeto a rompimientos y prolongaciones, que está arraigado a la experiencia cotidiana del colombiano.

El conflicto colombiano, que no ha desaparecido aún a pesar de la desmovilización de contingentes de subversivos, es sobrecogedor por su complejidad y el impacto devastador que ha tenido sobre la sociedad colombiana es incuantificable. Sólo en 1995 hubo 92 homicidios por cada 100.000 habitantes, la tasa más alta del mundo. Esta situación se reflejó en una expansión creciente de los municipios afectados por acciones bélicas: entre 1990 y 2002, se pasa de 227 municipios afectados a 498, mientras que las acciones contra la población civil aumentan de 172 a 436. Este aumento produce entre un millón y medio y dos millones de personas desplazadas entre 1985 y 2003.

 

Aproximaciones teóricas al fenómeno del conflicto armado

 

La génesis de la violencia armada puede analizarse escrupulosamente desde distintos lentes comprensivos. Por un lado, la inaptitud del marco institucional para extirpar los causales de inestabilidad social, garantizar la seguridad jurídica y defender la propiedad privada genera incentivos para el ejercicio de la violencia. Por otro lado, se puede aducir que la materialización de hechos violentos no se deriva únicamente de los conflictos ideológicos interpartidistas o entre actores armados, sino que, es un fenómeno multicausal en el que convergen una amalgama de agentes y contextos. Diversas explicaciones sobre las raíces de la violencia colombiana y una miríada de perspectivas teóricas concuerdan en atribuir una importancia significativa a conflictos centrales entre sectores sociales, la disociación entre los estamentos estatales y la vida social, así como su inoperancia al acometer las necesidades acuciantes para transformar el resquebrajado eje productivo interno. Otras causas hipotéticas se centran en el análisis de la pauperización de las comunidades rurales y suburbanas y el consiguiente rezago económico.

Los enfrentamientos bélicos en la contemporaneidad presentan algunas características distintivas. La primera implica la renuncia a la dicotomía de lo nacional/internacional como marco para establecer su delimitación espacial, ya que, al determinar su “localidad”, deben incluirse sus repercusiones en el plano transnacional. Esta es la principal rémora para establecer una distinción convencional entre conflictos internos y externos. La segunda, es la contextualización de la guerra como aumento sostenido de las interconexiones políticas, económicas, culturales y militares a escala global. La tercera es que, al dificultarse la centralización de las acciones armadas, los combatientes buscan la captura de territorios y el control político de la población por medio del terror. La cuarta característica de estas guerras es que son racionalistas, en el sentido de que los actores armados operan bajo una suerte de racionalidad procedimental, a fin de alcanzar metas de índole política, por lo cual no tienen en consideración restricciones de tipo normativo. De ahí, que acciones militares rechazadas ampliamente por la comunidad internacional, como la destrucción de infraestructura pública y privada, o ataques contra la población civil, sean las modalidades operativas usadas por las partes enfrentadas (Trejos Rosero, 2013). Así, puede argüirse que la fenomenología del conflicto armado se escinde en dos dimensiones bien definidas: la violencia estructural que es la violencia inherente a los sistemas sociales, políticos y económicos, mismos que gobiernan las sociedades, los estados y el mundo. Asimismo, existe una violencia de orden cultural que se circunscribe al ámbito simbólico de la experiencia subjetiva humana (expresado en aspectos religiosos, ideológicos y supraestructurales) que puede utilizarse para justificar o legitimar la violencia directa o estructural (Calderón Rojas, 2016).

Una miríada de investigaciones suele focalizarse en el papel que desempeñan variables de orden económico o financiero en la evolución de las guerras domésticas e intermésticas. Sendas teorías proveen explanaciones sobre los potenciales catalizadores de la violencia desde aristas distintas pero complementarias: el resentimiento, pobreza e injusticia y la codicia. La primera perspectiva vincula el conflicto interno con las asimetrías intrarregionales, exclusión de sectores marginados, etc. Dentro de esta aproximación teórica reclama centralidad la noción de privación relativa, conceptualizada como la divergencia entre las expectativas subjetivas de los agentes y sus condiciones materiales de existencia. Así, el potencial para la violencia colectiva varía sustancial y de forma casi proporcional con la intensidad y el alcance de la privación relativa entre los conformantes de una comunidad social delimitada.

La segunda perspectiva, basada en la codicia, realza el papel de los incentivos económicos y financieros para la formación de conatos de violencia. Se hace pleno hincapié en los efectos de las rentas públicas y los recursos naturales, argumentando que éstos juegan un papel fundamental en el desencadenamiento y persistencia intertemporal de la violencia política. Así, los conflictos armados obedecerían en cierta medida a las discrepancias entre grupos que compiten entre sí, con intereses económicos disjuntos y heterogeneidad de intereses ex ante. Las comunidades sociopolíticas con una alta prevalencia de pobreza monetaria/multidimensional tienen más “incentivos” para conformar fuerzas irregulares, asumiendo costos de oportunidad reducidos.

El debate entre las teorías que asocian las causas del conflicto con factores de resentimiento y aquellas que lo asocian con factores de codicia reviste gran virtualidad. Empero, es menester diferenciar entre aquellos factores que originan los conflictos internos y aquellos que contribuyen a perpetuarlos. A partir de tal perspectiva, se postula que el resentimiento y la pobreza son factores desencadenantes del conflicto armado, mientras que la codicia perpetúa el ciclo auto mantenido de la violencia. En otros términos, la accesibilidad a recursos económicos lucrativos es un factor más relevante para explicar la continuidad de los conflictos armados que para dar cuenta sobre su aparición. La génesis de los conflictos puede explicarse por la generalizada animadversión que se deriva de la exacción fiscal, la desviación de fondos públicos y la existencia de instituciones públicas extractivas. Esta teoría parece tener un soporte fáctico para el caso colombiano, en el que, el conflicto aparece originado por factores agraviantes como la pobreza y se mantiene a largo plazo por motivaciones lucrativas.

Los componentes institucionales también tienen un poder explicativo singular. Así, se puede hipotetizar que la beligerancia es una consecuencia mediata de los fallos en la coordinación estatal. Asimismo, las deficiencias en materia de inclusión política –competencia electoral, acceso efectivo a las instituciones, etc. – constituyen un factor desencadenante de la oposición violenta. Aunque los factores económicos afectan la estabilidad política, el impacto de la institucionalidad en las crisis políticas es patente. En este tenor, puede aducirse que un factor causal dominante de las revoluciones y conflictos de naturaleza distinta es la inestabilidad gubernamental. Existe, por tanto, un inextricable vínculo entre las configuraciones político–institucionales y la agudeza de conflictos domésticos (Yaffe, 2011).

El proceso conflictivo ha persistido en Colombia, desde las primeras décadas del siglo XIX, concretamente, se puede situar por primera vez en los albores de las revueltas emancipadoras latinoamericanas. Desde entonces éste fenómeno ha producido cambios deletéreos en la tesitura socio-política nacional y ha configurado el complejo devenir de la historia republicana. Los conflictos sociales emergieron como un fenómeno oscilante con disrupciones relativamente cortas. Solo entre 1902 y 1946, Colombia gozó de una relativa estabilidad bajo la hegemonía del partido conservador (1886-1930) y posteriormente con el dominio de reformistas liberales (1930-1946). La variabilidad inherente a los escenarios generadores de contiendas y los móviles difusos de los agentes armados evidencian la naturaleza multidimensional del fenómeno conflictivo. Por otro lado, el radio de acción de las fuerzas hostiles no ha acotado a un espacio geográfico específico, sino que, por el contrario, se desplegó en múltiples esferas de la vida social, contextos sociopolíticos regionales donde se fraguaron microestructuras que contribuyeron a redefinir las formas de manifestación del conflicto. El conflicto interno, dado su carácter expansivo y acéfalo se extiende a estamentos sociales que en principio no guardaban ningún tipo de relación con él. Se subraya con propiedad, entonces, que la conjugación de todos estos rasgos envolventes y factores hace del conflicto armado colombiano un nebuloso terreno de difícil caracterización analítica.

Procesos coyunturales heterogéneos que se desarrollan en el contexto nacional actúan como dinamizadores del pasado y actual ciclo de violencia, pero concurren dos que tienen una mayor identidad política, a saber, la intensificación del conflicto militar y la instauración de un modelo institucional inestable, cuyas líneas programáticas obturan la vertebración de relaciones vinculantes con el constituyente primario y son inaptas para sublimar el malestar generalizado. Esta perspectiva interpretativa es de capital importancia para comprender las dinámicas socio-políticas intrarregionales, así como también, la persistencia secular de los enfrentamientos y magnitud de los daños materiales causados por grupos irregulares.

El entramado institucional de los países latinoamericanos, incluyendo Colombia, posee ciertos paralelismos: En primer lugar, se tratan de regímenes presidenciales con separación de poderes. No obstante, el Estado no ha logrado imponer con cierto grado de efectividad el monopolio de la coacción violenta, lo que ha traído, entre otras cosas, una pronunciada crisis de autoridad y de legitimidad. El Estado moderno introdujo dos dispositivos de regulación de la vida social: el contrato social entre Estado y ciudadanía y el monopolio de la violencia legítima. El primero es el basamento fundamental del Estado de derecho y de la sujeción coercitiva al marco legal. El ciudadano le debe obediencia al corpus jurídico, y a cambio el Estado le otorga una serie de derechos civiles y políticos de primera generación. La garantía de la eficacia del segundo dispositivo, el monopolio de la violencia legítima, se desprende del primero.

Otra característica adicional del sistema político colombiano es que éste ha estado signado por dos siglos por un acendrado bipartidismo que impedía la cohabitación de facciones que se encontraban fuera de los espacios formales de deliberación política. Tales circunstancias tienen implicaciones importantes para presagiar y caracterizar la conducta de los actores del conflicto armado, en tanto que la prolongación de esta guerra asimétrica protagonizada por sedicentes proscritos y facciones oficialistas se caracteriza por un vertiginoso escalamiento de las hostilidades. Por un lado, se sitúan las élites políticas que, en aras de mantener el statu quo, labraron en contubernio con brazos militares irregulares que operaron fuera de los raíles de la legalidad, e instrumentaron todo género de estrategias contrainsurgentes rayanas en la ilegalidad. En la otra polaridad, se sitúan grupos subversivos y terroristas, reunidos bajo el socaire de plexos ideológicos conexos con el marxismo-leninismo. Esta inconmensurabilidad valórica entre los grupos beligerantes tendió a perpetuar la dinámica del conflicto. En esa misma línea argumental es preciso destacar que la concreción orgánica de ciertas doctrinas estatales pobremente ejecutoriadas -que se hallaban en consonancia con los cambios cualitativos materializados en el contexto económico internacional- suscitó una metamorfosis paulatina en el orden político interno. La celeridad a la apertura internacional tuvo efectos relativamente positivos en la inversión doméstica y en los flujos de capital. Empero, algunos perjuicios en el orden institucional que se produjeron en esos lustros son fácilmente perceptibles. Puede mencionarse en particular, un imperfecto proceso de descentralización y la entrega de titularidad de funciones a entes territoriales sin capacidad de auto establecimiento y sin habilidad para reforzar el ejercicio de sus funciones y disposiciones prácticas. Tal circunstancia indeseable produjo un recrudecimiento de las disputas entre actores armados, un aumento de las transacciones económicas ilegales, así como también, el acrecentamiento de su poder de facto. La intromisión de actores como los conocidos carteles de droga terminó por configurar otro atractor fatal.

Ahora bien, el análisis del conflicto puede reducirse a la teoría de la estrategia (Estrada Gallego, 2009). En este marco, el campo de acción de los beligerantes es el resultado de operaciones racionales motivadas por un cálculo consciente de costos de oportunidad y beneficios, que a su vez se fundamenta en un plexo de valores internamente consistente. El presupuesto implícito de la existencia de una conducta racional es fértil para efectos analíticos. Esta manera de abordar la teoría amplía una noción acotada y reduccionista de racionalidad e introduce aspectos de comportamiento cruciales como: incentivos, confianza, egoísmo, coaliciones y engaños. En ese orden de ideas, puede afirmarse que las agrupaciones paraestatales orientan sus acciones de acuerdo con presunciones sobre una base fáctica, información disponible y estimaciones del comportamiento futuro del bando opositor. Asimismo, la estrategia del gobierno se implementa sobre valores esperados en el comportamiento de la insurgencia. De acuerdo con lo anterior, la estrategia versa sobre una noción que se caracterizará como “la explotación de una fuerza potencial”. La estrategia afecta a los enemigos y a los aliados. El interés de la estrategia es que la solución sea mutuamente ventajosa para los participantes. En términos de la teoría de juegos, tal circunstancia puede ser descrita como un escenario de suma variable, en el que la suma de las ganancias de los jugadores no está prefijada. La explotación de una fuerza potencial puede entonces observarse al comparar cómo se desarrollan las estrategias dentro de una misma organización y cómo se desenvuelven las estrategias de competencia entre agrupaciones diferentes, en territorios claves.

El conflicto armado ha generado, indisputablemente, repercusiones en la configuración geográfica que son visiblemente manifiestas, principalmente en la creación de estructuras de micro poderes. La persistencia de estos actores del conflicto, la viabilización de sus operaciones ilegales y la consolidación de una estrategia de territorialidad que incluye la creación de entidades paraestatales tenían por objeto la subyugación de comunidades en espirales de violencia perpetua.

A la posteridad, los patrones en la financiación de las guerras se modificaron. Las facciones insurgentes dependieron en buena medida del control y la explotación desaforada de recursos naturales no renovables, (minero-energéticos en gran parte) a través del control de mercados ilegales, que representaban un rédito económico sin precedentes. La venta de drogas como la cocaína, la heroína y el cannabis en contextos locales y en el escenario internacional, así como el control regional de la economía subterránea por medio de la producción y el tráfico ilegal de bienes de consumo, fueron el combustible económico del conflicto. El hurto, robo, las actividades extorsivas y el secuestro constituyeron otras vías que permitieron sufragar los gastos de la guerra. El factor de fungibilidad, esto es, la capacidad de traducir el capital económico en capacidad bélica y poder de intimidación adquiere un valor estratégico. Son estos componentes en conjunto, que le confieren especificidad a la lucha armada y la convirtieron en endémica.

La sofisticación de las necesidades sociales también reclama su centralidad en el análisis propuesto, puesto que imprime un grado considerable de complejidad a las dinámicas domésticas del conflicto armado. El proceso paulatino en el que los civiles emplazados en el sector rural se convirtieron en actores militares irregulares, marca la génesis de esta guerra asimétrica. Tales segmentos no estaban movilizados por estructuras tradicionales o se regían bajo la lógica tradicional de carteles políticos y consignas ideológicas concretas. Así también, fueron incapaces de erigir consensos sobre propuestas programáticas socialmente teleológicas, ni propiciaron los espacios para la construcción de instituciones sucedáneas orgánicamente funcionales, dado su nivel de descoordinación.

 

Reconstrucción histórica del conflicto

 

El debate sobre la incidencia de las plataformas ideológicas en la dinámica del conflicto reviste singular grado de trascendencia. Empero su relación con un fenómeno omnidireccional como éste, no es inmediata y por tanto se exige un proceder cauteloso para establecer relaciones de causalidad mecanicistas. La ideología desempeña un papel limitado para explicar el ciclo de violencia, en razón de la dimensión y densidad de los sujetos políticos.

La definición de clústeres ideológicos con lindes bien establecidos no está purgada de ambigüedades insalvables. Tales separaciones, aunque ambiguas y unívocas pueden llegar a ser sustantivas. Esto debido a que la historia política del país, de los patrones de formación del sistema partidista ha sido un proceso accidentado. Por tal motivo, resulta problemática la caracterización ideológica de los grupos bélicos y de otros cleavages que representan el posicionamiento de los ciudadanos en torno a sus propios modelos de representación y sus percepciones sobre la simbiosis elector-representante.

A pesar de estas limitaciones conceptuales, estas vertientes ideológicas exhiben un nivel de consistencia deseable para efectos analíticos, en tanto que guardan entre sí diferencias estructurales no allanables. Para efectos de simplificación y siguiendo con las distinciones convencionales se identificarán, en apartes posteriores, algunos rasgos que definen el telos político de las partes involucradas en conflicto. Tales fronteras divisorias entre actores bélicos y políticos imprimen una dinámica particular en la guerra misma. En un paisaje sociopolítico fuertemente competitivo, las hostilidades se desplegaron con impacto desigual en contextos regionales.

Sin ánimo de proporcionar una reconstrucción historiográfica exhaustiva del fenómeno de la violencia, se mencionan a la posteridad algunos hechos relevantes:

La génesis de la violencia armada no se remonta al pasado inmediato. Una vez consumado el proceso emancipatorio a principios del siglo XIX, la incipiente “Gran Colombia” ocurren sendas campañas militares intestinas, causadas en parte por discrepancias ideológicas entre federalistas y centralistas. A partir de tal evento, el país ha atestiguado múltiples enfrentamientos a baja escala y formas de violencia sistemática. Aunque es cierto que los enfrentamientos se han desarrollado entre actores armados fragmentados y con capacidad militar reducida, la totalidad de ellos operaron, otrora, no como unidades acéfalas si no como robustas estructuras delictivas con interfaces ideológicas bien estructuradas. Esto acaece mientras se anquilosan paulatinamente élites extractivistas, emplazadas en entidades territoriales que acusan una alta vulnerabilidad institucional, amén de carecer de instrumentos jurídico-legales o derechos de propiedad delimitados. Tal estado de anomia erosiona las lealtades a los órganos que vertebran las relaciones públicas y hace más contingente las preferencias políticas, lo cual genera más incentivos para la violencia organizada.

La Colombia de la primera mitad del siglo XIX aún con el espejo retrovisor en dirección hacia el proceso independentista fue escenario de conflictos caudillistas. La violencia armada se tornó en la vía por excelencia para dirimir los conflictos domésticos. La guerra era una empresa de fácil materialización, dada la abundancia de armas remanentes, la costumbre de servir en las filas y debido a la militarización de la sociedad, amén de la exaltación de las figuras de autoridad locales. En ese entonces los civiles podían, sin mayor esfuerzo, levantar una revuelta para enfrentar, desafiar o proporcionar apoyo al gobierno de turno. El nuevo siglo fue fecundado en medio de otra guerra interna. El siglo XIX se registraron en Colombia varios conflictos regionales y guerras civiles, inicialmente entre seguidores de caudillos egregios como Bolívar y Santander. El siglo XX, por otra parte, estuvo signado por conflictos políticos entre segmentos ideológicos dispares, a saber, conservadores y liberales, que trasmutaron a episodios de violencia estructural y dejaron un saldo negativo en términos de estabilidad política. A lo largo de 63 guerras y escaramuzas, los caudillos regionales sublevados contra el gobierno combatieron unos contra otros, bajo el auspicio de milicias autorizadas por las respectivas constituciones federales. Esta situación alcanzó su punto culmen en la Guerra de los Mil Días, que tuvo lugar entre 1899 y 1903 y en la que se enfrentaron las guerrillas irregulares del partido liberal y el oficialismo conservador.

La génesis de la llamada primera violencia hunde sus raíces en el primer tercio del siglo XIX. En el Siglo XIX el Partido Conservador y el Partido Liberal de Colombia se institucionalizaron y cada uno alcanzó gran predicamento en los diversos estamentos sociales. El primero había ganado adeptos que ostentaban posiciones relevantes en el alto clero, fuerzas militares y sector latifundista. Mientras tanto, el segundo articuló su programa político en torno a los intereses de comerciantes, artesanos e indígenas. En una suerte de incursión histórica un tanto limitada podría aducirse que el partido conservador y el liberal tienen su origen respectivo, en los regímenes tradicionalistas y en los regímenes industrialistas (Cataño, 2011). El primero se caracterizó por la defensa de las tradiciones e instituciones intermedias, el segundo por el régimen del contrato; aquél, por la cooperación que acompaña a los grupos o sustratos pre-políticos, éste, por la cooperación voluntaria bajo el fundamento del individualismo filosófico; las primeras acciones de cada partido se focalizaron en solidificar las instituciones imperantes que mantienen las transacciones forzosas. La base social de los conservadores provenía de la Iglesia, de las poblaciones pequeñas y del campo (labradores, feudatarios y señores de la tierra), y la de los liberales, de los habitantes de los puertos comerciales, los distritos manufactureros y las ciudades populosas de mayor dinamismo. La génesis del conflicto armado suele situarse en la época del auge de ambas plataformas ideológicas. En las distintas periodizaciones de los enfrentamientos políticos ocurrieron cambios trascendentales y un férreo envolvimiento externo, deviniendo en la degradación paulatina de los mismos.

Con la convulsa disolución de la Gran Colombia, formalizada en la Convención de Ocaña en 1828, la emergencia de los flujos políticos en torno a Bolívar y Francisco de Paula Santander, como ejes de identidad política empiezan a consolidarse. Ya en la década de 1840 cualquier seguidor del libertador venezolano era categorizado como un conservador y centralista a ultranza. Asimismo, se identificaban a los santanderistas como acérrimos liberales y de corte federalista.

En medio de estas controversias políticas, no sólo se situaron en relieve cuestiones relativas a los arreglos institucionales sino también discusiones sobre el papel que debía adoptar la Iglesia Católica y particularmente sus clérigos en la sociedad colombiana. Los partidarios del federalismo alcanzaron un auge fugaz entre 1863 y 1880, tiempo durante el cual el país se llamó los Estados Unidos de Colombia. Tras el vacío de poder dejado por la renuncia de Bolívar, la disolución de la Gran Colombia, la lucha de poder entre Urdaneta y Caycedo, y la mayor contienda entre federalistas y centralistas, el 15 de noviembre de 1831 se convocó una Asamblea Nacional Constituyente para redactar una nueva constitución.

El vicepresidente Caycedo, quien había sido presidente interino luego del abandono de Bolívar, presentó su renuncia a la asamblea el mismo día en que se convocó por primera vez; la asamblea pospuso el asunto hasta que se decidiera si establecer o no un gobierno provisional. Finalmente, la asamblea constituyente secundó la idea de formar un gobierno provisional mientras se redactaba una nueva constitución. Para tal efecto, eligieron como vicepresidente a José María Obando, cargo que, ante la ausencia de un presidente, le empujó al interinato. Tomó posesión el 23 de noviembre de 1831.

Como presidente interino provisional, Obando sancionó la Constitución de 1832 que, entre otras cosas, cambió el nombre del país a República de la Nueva Granada. La Asamblea Constituyente también eligió a Santander como presidente mientras se llevaban a cabo elecciones formales. Obando había vuelto a ser candidato a vicepresidente en esta ocasión, pero las objeciones de quienes temían el ascenso del caudillo popular en el poder, gravitaron en la decisión de la asamblea, que decide votar a favor de un civil. Mientras la Asamblea Constituyente redactaba la carta magna se desarrollaba un conflicto en el sur: el Congreso de Ecuador había emitido un Decreto que formalizaba la anexión de la provincia del Cauca a su territorio y había enviado al presidente Juan José Flores para dar cumplimiento a ese imperativo. En respuesta a las acciones de Ecuador, la asamblea neogranadina emitió un decreto de integridad territorial y envió al general López para contener los esfuerzos expansionistas de Ecuador. López logró asegurar las provincias de Chocó y Popayán, pero las provincias de Cauca y Buenaventura permanecieron bajo el control militar de Ecuador. Obando, que se había quedado en Bogotá como jefe del gobierno provisional, intentó defender el territorio, y una vez agotadas todas las opciones diplomáticas, el vicepresidente Márquez envió refuerzos y apoyos para ayudar a Obando -quien era el comandante de la 1ª División del Ejército- con el objetivo de tomar el Cauca por la fuerza. Desde Popayán, Obando marchó a Pasto con 1.500 soldados y pudo tomar el Pasto sin ninguna acción militar, ya que el ejército invasor se había marchado con anticipación.

En 1849 asumió la presidencia el general José Hilario López, perteneciente a la facción radical del liberalismo. Su tarea fue materializar las reformas aprobadas en 1850, que galvanizaron el sentimiento político y dividieron al país política y económicamente durante medio siglo. Su gobierno puso fin a la esclavitud y a la propiedad comunal de las tierras indígenas. Asimismo, desvió los recursos fiscales del gobierno central a los gobiernos locales y eliminó varias tasas impositivas y monopolios del gobierno central. Para ese entonces, en un país nada populoso (2 millones de habitantes) y que tenía aproximadamente 25.000 esclavos, los efectos de la manumisión fueron relativamente modestos. Por otro lado, se indujo a los indígenas a renunciar a sus pequeñas parcelas de tierra, convirtiéndose en arrendatarios. A pesar de ello, se fomentaron actividades primarias como el pastoreo de ganado, que posibilitó la subsistencia de este segmento poblacional (F. Kline, Garavito, Parsons, Gilmore, & McGreevey, 2020).

Mientras bullía bajo la superficie de la sociedad colombiana, tensiones irresolubles, los conatos de violencia no eran contenidos por el ejército nacional. A fines de la década de 1850, Colombia estaba desgarrada por la guerra civil, mientras los liberales y conservadores reñían por el control político. La incipiente figura del Mosquera empieza a ganar mayor predicamento, ubicándose en el bando de los bolivarianos centralistas frente al federalismo de los santanderistas. Con el ejército bajo su mando, tomó Bogotá en julio de 1861 declarándose presidente. Detentó sus funciones en calidad de dictador hasta la redacción de una nueva constitución de manifiesta impronta liberal (1863), en la que se preveía un mandato presidencial de dos años y cambió el nombre del país a Estados Unidos de Colombia. A causa de las presiones de sectores liberales sólo ejerció su primer mandato un año. Empero, fue reelegido en 1865, adjudicándose poderes extraordinarios. Su gobierno fue derrocado en 1867 y estuvo exiliado un par de años. Regresó a Colombia para desempeñarse como presidente del estado del Cauca y como senador. Sus reformas económicas se direccionaron a lograr una mayor apertura hacia los mercados internacionales y la obliteración de los obstáculos al librecambismo. Mosquera expropió tierras de la iglesia en 1861 lo que le granjeó desavenencias con los clérigos y otras instituciones con un sólido arraigo social.

Con la constitución adoptada en 1863, en teoría, se proporcionaban garantías formales para la libertad de práctica religiosa, finiquitando el vínculo tradicional entre la iglesia y el estado colombiano. Sin temor a equívoco, puede argüirse que las tendencias socioeconómicas a mediados del siglo XIX fueron encauzadas inicialmente bajo el primer gobierno de Mosquera.

Bajo la administración de un conservador, Rafael Núñez, se redactó una nueva constitución en 1886, que institucionalizó los plexos axiológicos “regeneracionistas”, situación que desemboca en tensiones entre quienes se engastaban en esta doctrina política y sedicentes liberales. La Constitución de 1886 estableció un estado centralizado con amplias funciones y separación de poderes, siendo el ejecutivo el poder dominante. Éste detentaría un férreo control sobre 160 empresas estatales, incluido el crédito público y privado), el sector de energía y de minería. Para ese entonces el Partido Liberal, representaba a los propietarios de plantaciones de café y a los comerciantes que preconizaban por una política económica de laissez-faire. A la profunda división interna se suma la drástica caída del precio internacional del café, trayendo pérdidas irrecuperables en este sector.

Para el período presidencial iniciado el 7 de agosto de 1892 fueron electos Rafael Núñez y Miguel Antonio Caro. Ante la ausencia del primero, el vicepresidente detentó las funciones ejecutivas. La oposición adoptó actitudes violentas contra su gobierno, tildado comúnmente como un “presidencialismo exacerbado”. Las tensiones alcanzaron un punto álgido después de las elecciones presidenciales de 1898, y el 17 de octubre de 1899, los miembros del Partido Liberal en el Departamento de Santander anunciaron la insurrección oficial contra el gobierno Nacional. Inició la llamada guerra de los mil días. Este enfrentamiento bélico a gran escala fue causado por la pugna agonal entre los liberales, conservadores y nacionalistas, tras la implementación de la Constitución de 1886 y el proceso político conocido como la Regeneración. Pronto, el conflicto adquirió un carácter internacional, extendiéndose por el territorio ecuatoriano y venezolano. Las facciones conservadoras y liberales de tales naciones, (incluyendo naciones como Guatemala, El Salvador y Nicaragua), respaldaron a sus respectivos homólogos ideológicos en el enfrentamiento doméstico.

El agotamiento de los contrincantes determinó la conclusión de los enfrentamientos, mediante la firma de tres tratados de paz que cobijaría al conjunto de las fuerzas insurrectas. Cada uno de estos tratados –de Neerlandia, Wisconsin y Chinacotá, firmados a finales de 1902– apelaban a una fórmula distinta de amnistía general. Los acuerdos de paz alcanzados en este momento fracasaron en el alcance de la estabilidad sociopolítica. El enfrentamiento entre los partidos tradicionales por el control del Estado se prolongó, con dosis crecientes de violencia, a lo largo de las seis primeras décadas del siglo XX (Peco Yeste & Fernández Peral, 2006). Los intereses estadounidenses, al socaire de su doctrina intervencionista, condujeron al despliegue naval en el istmo de Panamá, so pretexto de defender el Tratado de Mallarino-Bidlack. Se estima que alrededor del 2,5% de la población nacional feneció a causa de esta guerra. Hasta la fecha fue la guerra más mortífera y ruinosa en la historia colombiana.

El general Rafael Reyes (1904-1909) se convirtió en presidente de un país resquebrajado que acababa de franquear, con patentes dificultades, una guerra civil corrosiva, amén de perder el dominio de un territorio estratégico como Panamá. Su pragmatismo político devolvió la senda de estabilidad al país. Endosó las líneas ideológicas del regeneracionismo, sin embargo, reconoció la necesidad de tejer puentes de comunicación con los liberales, motivo por el cual, considera menester vincularles en su administración y ulteriormente, modernizar el sistema electoral. Esto, en procura de garantizar el equilibrio en la repartición de escaños en el congreso, las asambleas departamentales y los consejos municipales. La presidencia de Reyes inauguró un período de paz interna generalizada. Sin embargo, la ocurrencia de estallidos esporádicos de violencia política principalmente en el interior del país y en época de elecciones, fue una constante durante su mandato.

La caída de Reyes fue instigada por movilizaciones populares violentas en Bogotá. Ante tal escenario, el Congreso se vio compelido a elegir un sucesor interino y convocar a la postre, elecciones regulares. En 1910 se adoptó la primera reforma significativa de la constitución de 1886 en respuesta a la salida forzosa del presidente Rafael Reyes, quien se arroga, a la posteridad, poderes dictatoriales. La asamblea constitucional de 1910 introdujo algunos cambios moderados a la constitución de 1886, como la abolición de la pena de muerte y la asignación de funciones variopintas a la Corte Suprema, como, por ejemplo, la capacidad de efectuar revisiones de constitucionalidad de las leyes aprobadas en el congreso. Hasta 1930, los conservadores tenían un dominio avasallador en el ejecutivo.

El despliegue de la industria del café en Colombia fue uno de los hitos más relevantes en este periodo. Esta industria se desplazaría hacia la zona occidental de la Cordillera Oriental, esto es, a áreas que colindaban con las parcelas colonizadas en el departamento antioqueño, entidad territorial que daba visos de consolidación hegemónica. Aquí, el patrón de minifundios fue ideal para la producción y procesamiento de commodities como el café. Paradójicamente, las recurrentes crisis de sobreproducción de café en Brasil coadyuvaron a que las estrategias de reducción de cultivos y estabilización de precios y que aumentaran incentivos para la exportación de esta materia prima. Los problemas de envío y la pérdida temporal del mercado alemán obstaculizaron el avance del café durante la Primera Guerra Mundial, pero a mediados de la década de 1920 representaron aproximadamente las tres cuartas partes del valor de las exportaciones colombianas. La nación no tuvo contrincantes económicos hasta que el rápido aumento de la producción de café vietnamita a fines del siglo XX destronó a la nación suramericana. Aunque eclipsado por el café y centrado en un enclave costero alrededor del puerto de Santa Marta, el banano fue otro producto de exportación en alza. La explotación de los yacimientos de petróleo en el valle central del Magdalena era otro proyecto en ciernes y con destino directo en los mercados nacionales, pero para 1930 la cantidad del aceite mineral exportado se redujo hasta un guarismo despreciable, por cuenta del shock económico acaecido en 1929.

El área de la zona bananera del Caribe colombiano se ubicó en lo que hoy es el actual departamento de Magdalena en la primera mitad del siglo XX, y se extendió sobre una llanura entre la Sierra Nevada de Santa Marta y Ciénaga Grande con una extensión de 40.000 hectáreas. Durante la primera mitad del siglo XX su producción compitió con países enteros de la Cuenca del Caribe, ocupando un status relevante en el mercado mundial; el inicio de su decadencia llegó en los años 60 del siglo pasado. Las exportaciones de banano comenzaron con la iniciativa de la United Fruit Company, que invirtió en infraestructura para convertir centros urbanos en enclaves exportadores. Las favorables condiciones de producción y exportación sólo fueron interrumpidas por dos coyunturas, la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial (Elías Caro & Vidal Ortega, 2012). Colombia, al ser una economía reprimarizada y con un débil sector industrial acusaba una alta dependencia de las exportaciones de commodities, tanto así que, en las postrimerías de la década de los 20, el café y el banano representaban más del 50% del total de las exportaciones colombianas. El valor de estas materias primas descendió precipitadamente durante la Gran Depresión mundial de la década de 1930.

Algunos de los casos más sonoros del ejercicio de violencia materializada por el Estado colombiano se reportan en los primeros veinte años del siglo XX. La prohibición del derecho a la huelga y los sindicatos y masacres sistemáticas contra trabajadores alcanzaron su punto culmen en el gobierno de Miguel Abadía Méndez, en cuya legislatura tuvo lugar uno de los nefastos episodios de los anales de la historia colombiana: La masacre de las bananeras. Un evento que segó la vida de más de 1000 trabajadores.

La intensidad de los enfrentamientos entre estado y sociedad civil, en tales años, responden a los mismos problemas estructurales que han aquejado a la sociedad colombiana. Es preciso matizar inicialmente que el florecimiento de actividades extractivas o del sector primario propició una atmósfera favorable para la expansión de la mano de obra asentada en territorios rurales. Tales cambios en la matriz productiva permitieron aumentar el patrimonio de los trabajadores de este sector y orientaron las actividades económicas hacia mercados con menos restricciones. No obstante, una de las consecuencias de la consolidación de una panoplia monopólica que controlaba la totalidad de factores productivos fue la apropiación masiva e ilícita de territorios baldíos no reclamados desde la abolición de la esclavitud. Esto debido a que no se habían trazado lindes ni existían derechos de propiedad definidos. El resultado de las disputas entre grupos económicos con intereses disjuntos trajo como resultado el acrecentamiento de hostilidades entre quienes se disputaban la posesión de estas tierras. Este colapso económico y la masacre perpetrada por el ejército tuvo un resultado político inmediato: los conservadores perdieron las elecciones presidenciales de 1930 ante Enrique Olaya Herrera, un liberal que ejerció funciones ejecutivas hasta 1934.

El retorno de los bastiones liberales al ejercicio del poder no estuvo exento de episodios convulsivos. La llamada Revolución en Marcha comprende el cuatrienio que va desde 1934 a 1938 fue precedida por Olaya Herrera y continuada por Eduardo Santos. Ambas administraciones signadas por una impronta keynesiana e intervencionista. Tal movimiento contrasta con los sucesos políticos acaecidos en el panorama internacional: ascenso de movimientos extraños a las democracias republicanas como el nacionalsocialismo alemán, el (filo) fascismo en Argentina e Italia y el falangismo en España. Tales países también acusaron el influjo del ideario comunista. Durante sendos gobiernos liberales se erigieron importantes reformas en el sector agrario y educativo para atender a las necesidades básicas insatisfechas, la instauración de facto de un poder legislativo secularizado y el consecuente distanciamiento del estado con el estamento clerical. Sus opositores acérrimos intentaron cortocircuitar la aplicación de sus asertos programáticos. La reluctancia natural frente a los cambios propuestos por el ejecutivo en materia de legislación territorial obedecía al fuerte ensamblaje de ciertos monopolistas con las actividades primarias del sector agrícola.

López Pumarejo lideró una fallida reforma agraria de 1936, que tuvo por objetivo, la entrega de la titularidad de los derechos sobre tierras a pequeños tenedores, aparceros y colonos. La campaña de promoción educativa y el proyecto de extensión cultural, que había sido impulsado en fases pretéritas por Olaya Herrera, fue fundamental para la consolidación de López. No obstante, en 1944 se fraguaron algunos intentos de desestabilización protagonizados por el cuerpo legislativo y un complot golpista para forzar su claudicación. Su posterior renuncia como jefe de estado trajo como consecuencia la designación de Lleras Camargo como presidente.

Durante el mandato de Mariano Ospina Pérez, aumentaron los ataques contra simpatizantes del Partido Liberal en complicidad con fuerzas del estado, situación que se agravó el 9 de abril de 1948 cuando Jorge Eliecer Gaitán, una egregia figura de la política colombiana es asesinada.

Una segunda reforma de la constitución de 1886, adoptada en 1936, intentó introducir algunos elementos de un estado de bienestar, como la intervención del gobierno en la economía, y disminuyó la influencia otorgada constitucionalmente por la Iglesia Católica sobre las instituciones públicas y la sociedad. En 1945, una tercera reforma de la constitución de 1886 buscó modernizar la organización administrativa del estado, aunque el Partido Conservador recuperó el poder con la elección presidencial de Mariano Ospina Pérez en 1946. Para ese entonces los liberales estaban divididos entre dos candidatos. Uno de ellos fue Jorge Eliécer Gaitán, líder de una facción liberal llamada Unión de Izquierda Revolucionaria (Fox, 2012). Su magnicidio desemboca en la génesis y agudización de la denominada primera violencia, un intervalo temporal signado por la agravación de las reyertas entre una masa de partidarios del liberalismo y conservatismo.

Los disturbios de 10 horas luego de su asesinato dejaron gran parte del centro de Bogotá destruido. Las secuelas del asesinato de Gaitán continuaron extendiéndose por el campo y escaló un período de violencia que había comenzado dieciocho años antes, en 1930, y fue desencadenado por la caída del partido conservador del gobierno y el ascenso de los liberales. El episodio de crispación colectiva dejó como saldo la muerte de 3500 personas hasta que fue aplacado por Ospina Pérez. Ante el fútil intento de éste para conformar una coalición nacional con liberales, su mandato sucumbe frente al caos. Los liberales declinan de su postulación para los comicios que celebrarían en el año 50, aduciendo que no existían garantías constitucionales y se abocaron a un paro cívico nacional.

Con la victoria de Laureano Gómez se dio continuidad a la campaña de exterminio de algunos grupos liberales, ahora convertidos en movimientos guerrilleros. Según el dirigente de marras, Colombia sucumbiría ante la revolución comunista si el ejecutivo contemplaba impasible la marea populista. Con el objeto de soslayar una inminente hecatombe civil y la subversión de las facciones opositoras, suspendió el ejercicio del aparato judicial y redujo las libertades civiles. Inmediatamente después de su toma de posesión, Gómez ordenó a las tropas colombianas que apoyaran al Comando de las Naciones Unidas y a las fuerzas estadounidenses en la Guerra de Corea. Ante el creciente faccionalismo del partido oficialista, esta decisión robustece aún más la creciente oposición interna a su gobierno.

Ante el inminente fracaso de las medidas políticas de Laureano Gómez y su proclividad al fascismo, en junio de 1953 el Ejército colombiano, secundado por miembros de ambos partidos, le propina un golpe de estado. El golpe de Estado del general Rojas Pinilla que en principio parecía una medida plausible para eclipsar el extremismo de Laureano Gómez, termina degenerando en un autoritarismo dictatorial. Se censuraron los medios de comunicación, se reprimieron las voces disidentes y se persiguieron a los prosélitos del protestantismo. Sin embargo, el saldo que dejó la dictadura militar fue positivo: se otorgaron derechos políticos a las mujeres, se acometieron proyectos de infraestructura pública, se crea el SENA y finalmente se atempera el conflicto partidista entre liberales y conservadores.

Rojas Pinilla es compelido a renunciar como presidente y la primera violencia finaliza con la instauración del Frente Nacional, una especie de subterfugio político que garantizaría la alternancia periódica de los partidos políticos en el ejecutivo. El costo de oportunidad que asume el Estado colombiano a fin de garantizar cierto grado de armonía se refleja en la exclusión política de todas las fuerzas ajenas al binomio liberal-conservador. Para tal entonces no existían mecanismos ni canales institucionales direccionados a dirimir los antagonismos entre sectores políticos y populares que reclamaban un papel relevante en el fórum de acción social. Adicionalmente, las restricciones para el desarrollo productivo del país contribuyeron a reducir la demanda de mano de obra vinculada a economías rurales, así como la esclerotización de los mercados urbanos, mayormente informales.

Pronto, el descontento de los campesinos, que habían visto defraudadas sus esperanzas con el acuerdo bipartidista de 1958, se torna en una de las principales causas de la conformación de los denominados “Bandoleros”, devenidos a la posteridad en guerrillas rurales. En la otra antípoda, se situaron los proyectos políticos revolucionarios emergentes de impronta marxista-leninista, que empezaron a proliferarse, basándose en la experiencia dictatorial cubana. Estos movimientos ideológicos que emergieron en el marco del conflicto poseían algunos rasgos definitorios: su intención por instrumentalizar la violencia para despojar de su status a las élites políticas, la erosión de las jerarquías sociales y la acendrada centralización del poder público. En el espacio socioeconómico, se opusieron a la libre competencia mercantil y regular férreamente la propiedad privada.

Durante el siglo XX, las terceras fuerzas políticas no tuvieron opciones equitativas para acceder al poder. Esto sólo fue posible hasta la promulgación de la Constitución Política de 1991 (elección de alcaldes y gobernadores de movimientos cívicos). En fases antecedentes la connivencia de sectores políticos con fuerzas paraestatales trajo como resultado el exterminio sistemático de los movimientos y los ensayos de terceros partidos –como la ANAPO o el Nuevo Liberalismo–. Semejante circunstancia impidió la expresión fluida de los debates públicos y neutralizó las reformas sociales que exigían tales segmentos. Los móviles de estos enfrentamientos eran disputas burocráticas e ideológicas por el control del Estado; los aparatos políticos se utilizaron para llevar la guerra a las áreas rurales, y la mezcla entre lealtad partidista y los persistentes conflictos agrarios sirvieron como catalizadores de la violencia.

El Frente Nacional puso fin a "La Violencia", y las administraciones del este arreglo institucional viciado focalizó esfuerzos vanos por implementar reformas sociales y económicas. En particular, el presidente liberal Alberto Lleras Camargo (1958-1962) creó el Instituto Colombiano de Reforma Agraria (1966-1970). En el bienio 1968-1969, se emitieron aproximadamente 60.000 titulaciones de propiedad de tierras para explotación. No obstante, el contubernio político propiciado por este esquema institucional finalmente alcanzó unas cotas de impopularidad sin precedente.

Las secuelas de “La Violencia” se extendieron algunas décadas después del bogotazo. Múltiples grupos insurgentes aparecieron como opositores al gobierno. Las milicias campesinas establecieron repúblicas independientes que fueron "disueltas" por los militares colombianos en 1963. Se forjaron organizaciones terroristas como las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) en 1964. Ese mismo año se formó el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y en 1967 el Ejército de Liberación Popular. La creación de una república independiente denominada “Marquetalia” tuvo como implicancia el resurgimiento de las guerrillas políticas y otros grupos con afinidades y resonancias con las insurrecciones materializadas en el seno de las comunidades europeas y latinoamericanas. La Revolución de Octubre en Rusia, la Revolución Agraria en México y el movimiento estudiantil cordobés circularon por los mismos derroteros que algunas revulsiones violentas en el contexto nacional. No en vano, el Partido Socialista Obrero y el Partido Comunista surgieron en las primeras décadas del siglo XX y algunas de estas colectividades no descartaron la violencia como método para alcanzar sus fines políticos. La premisa fundamental sobre la que se erigían estos movimientos es que a través de la vía armada lograrían paliar las problemáticas acuciantes, enraizadas en el territorio nacional. Al comienzo del Frente Nacional, cuando ya los niveles del enfrentamiento bipartidista habían disminuido, Colombia obtuvo en los umbrales de esa época la tasa de homicidios más alta del mundo.

La inestabilidad política alcanzó su punto de inflexión luego de la elección fraudulenta del candidato conservador Misael Pastrana Borrero en 1970, que resultó en la derrota del candidato populista Gustavo Rojas Pinilla. El grupo guerrillero del Movimiento de Abril (M-19), surgió como respuesta ante este evento. En 1985, los cuatro grupos guerrilleros más importantes unieron fuerzas por un brevísimo periodo de tiempo, y conformaron la Junta Coordinadora de Guerrilla Simón Bolívar (CGSB), pero a lo largo de los avatares del conflicto operaron de manera autónoma.

Otro hecho relevante en la historia más reciente de Colombia ha sido la recurrencia del estado de sitio como mecanismo para solventar eventuales crisis internas, lo que condujo al debilitamiento de las instituciones y al desmedido control del Ejecutivo sobre los asuntos de orden público. Entre 1958 y 1988 el estado de sitio tuvo una duración de veintidós años, lo cual hizo posible que el poder ejecutivo detentara las facultades del legislativo. En este contexto se aprobó el “Estatuto de seguridad” del gobierno de Julio César Turbay Ayala y el “Estatuto de defensa de la democracia”, durante el gobierno de Virgilio Barco. (González Arana & Molinares Guerrero, 2010).

Pero la construcción de un programa contrainsurgente de mayor alcance tuvo lugar en la década de los 80. Con ello, se recrudecieron las masacres sistemáticas, desapariciones forzosas y ataques contra la población civil. Tales grupos, que enarbolaban banderas y ideológicas comunes iniciaron como cuerpos acéfalos en puntos geoestratégicos, amén de acusar un creciente flujo de guerrilleros que destruían sistemáticamente el patrimonio y cometían asesinatos selectivos. Al cabo de unos cuantos años, el grado de sofisticación de las tácticas militares de estas fuerzas paraestatales se incrementó notoriamente, pues transmutaron de grupos rudimentarios de autodefensas a una suerte de federación de facciones multiregionales con jefaturas definidas y unificadas. Asimismo, se valieron de alternativas de financiación ilegal y de reclutamiento forzoso (técnica utilizada frecuentemente por las guerrillas, vale decir).

En esta escena aparece el cartel de Medellín e inicia su periodo de consolidación en tanto que ofrecía una alternativa de progreso económico a sujetos que provenían de espacios geográficos con alta prevalencia de pobreza multidimensional. Se legitima el tráfico de estupefacientes como forma válida de ascenso social. Como resultado, Medellín se convierte en la ciudad que reporta las tasas de homicidio más altas durante la década de los 90. En efecto, el narcotráfico produjo incentivos perversos en la sociedad como la acumulación de riqueza sin grandes dosis de esfuerzo, el usufructo de bienes suntuarios a toda costa y la instalación en el imaginario popular de la catalogada narcocultura. El poder corruptivo y séptico de tal práctica se torna en una fuerza motriz para la movilidad intergeneracional y un medio accesible para aumentar artificialmente el patrimonio individual. Esto lleva aparejado la instrumentalización de miríadas de civiles, incluidos menores de edad, por parte de bandas armadas. Consecuentemente, se crea una alianza provisional entre paramilitares y narcotraficantes, segmentados en cárteles con dominio absoluto en la cadena de suministro de estupefacientes: el de Cali, dirigido por los Rodríguez Orejuela y el de Medellín bajo el dominio de Pablo Escobar.

En las postrimerías de los años 80, el mandatario Belisario Betancur (1982-1986) tomó la iniciativa de llevar a cabo un primer proceso de paz con las guerrillas de las FARC y el ELN. Por primera vez, se reconocieron a estos grupos como actores políticos. El escepticismo de los insurgentes se hizo patente, razón por la cual, los canales de diálogo no estuvieron exentos de problemas. En estos periodos se fundó el partido la “Unión Patriótica” (UP), que no tuvo el impacto político esperado en los grupos subversivos que reclamaban garantías irrealizables en algunos casos, para llegar a un acuerdo.

En 1982, sin embargo, el voto liberal se dividió y Belisario Betancur Cuartas, el candidato conservador, fue elegido presidente. Su presidencia se vio empañada por una violencia extrema que puso a prueba el compromiso a largo plazo de Colombia con la estabilidad institucional. En 1984, personas vinculadas al narcotráfico asesinaron al ministro de justicia. Al año siguiente, guerrilleros del M-19 ingresaron al Palacio de Justicia de Bogotá y tomaron decenas de rehenes; cuando los militares asaltaron el edificio, murieron unas 100 personas, incluida la mitad de los jueces de la Corte Suprema. Estos hechos señalaron un ominoso crecimiento del poder de los narcotraficantes y dejaron en evidencia la patente incapacidad del gobierno para controlar las actividades terroristas.

En un intento de apaciguar el conflicto armado y remediar el daño causado por estos grupos, el gobierno de Virgilio Barco (1986-1990) intentó construir un proceso de paz. Asimismo, se derogó la ley 48 de 1965 y se penalizó a los colaboracionistas de grupos paramilitares. Se negoció con las guerrillas el desarme y la reincorporación a la vida política de sus líderes. Con ello se logra la desmovilización del M-19, la guerrilla Quintín Lame, el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT), la Autodefensa Obrera (ADO) y parte del Ejército Popular de liberación (EPL). Sin embargo, el problema surge cuando los paramilitares asesinaron a más 3500 desmovilizados, diluyendo toda posibilidad efectiva de cese de hostilidades.

El siguiente periodo dirigido por Cesar Gaviria (1990-1994) fue representativo por una crisis política y rebelión social generada por la muerte de sendos candidatos presidenciales como Jaime Pardo Leal, Luis Carlos Galán, Carlos Pizarro y Bernardo Jaramillo Ossa durante el mandato anterior (Obando Silva & Cediel, 2016). En los 90, ante el cataclismo del bloque soviético, el polo ideológico de las guerrillas se dinamita. Los grupos insurgentes, siguen insistiendo en una lucha armada sin leit motiv y por mera inercia. El desmembramiento ideológico y las empresas bélicas desnortadas de los grupos paramilitares produjeron un cambio en la distribución territorial de las estructuras delincuenciales y bandas criminales que ya no obedecían a una lógica de guerra contrainsurgente o a la desarticulación cívico-militar de los bastiones guerrilleros.

La presencia de bandas criminales en ciertos corredores estratégicos, refrenda el cambio de su orientación hacia el control de economías ilegales (Salas Salazar, 2016), siendo este un patrón muy característico en otras áreas geográficas de Colombia, signadas por la ausencia de instituciones estables. Esta situación sigue siendo endémica en el país, aunque una fracción importante de estas estructuras irregulares fue desarticulada.

Una nueva fuente de controversia fue la versión colombiana de las políticas de apertura comercial adoptadas en gran parte de América Latina, con un fuerte impulso de Washington y de diversas agencias internacionales, durante la última década del siglo XX. Las restricciones al comercio exterior y la inversión se relajaron, al principio gradualmente y luego de manera más abrupta, y el flujo de bienes y capitales extranjeros aumentó debidamente, aunque las deficiencias en la infraestructura colombiana limitaron el impacto positivo que supuso tal viraje en materia económica. La privatización fue selectiva y tuvo algunos efectos en materia de reducción del gasto público improductivo, no obstante, el gobierno mantendría un control subsidiario sobre ciertas entidades. La eliminación de numerosos controles que afectan el comercio exterior tuvo algunos efectos claramente positivos. Sin embargo, en Colombia, aún persistían elementos de inestabilidad intrarregional.

En 1991, un movimiento de reforma condujo a la redacción de una constitución de raigambre socialdemócrata. El proceso comenzó con un intento de reforma que tenía por objeto involucrar a la población en los espacios políticos formales, en medio de un conflicto civil en curso. Las reformas fallidas de 1988 instigaron un movimiento estudiantil llamado “Todavía podemos salvar Colombia”. Dicho movimiento propuso una asamblea constituyente para las elecciones de 1990 y celebró una votación especial llamada séptima papeleta, durante las elecciones ordinarias. Como consecuencia, fueron elegidos setenta delegados que incluyeron miembros de algunos estratos de la sociedad.

El presidente Ernesto Samper asumió el cargo en agosto de 1994. Sin embargo, una crisis política relacionada con contribuciones monetarias a gran escala de parte de narcotraficantes a su postulación desvió la atención de los programas de gobernanza. Esto ralentizó y, en muchos casos, obturó las posibilidades de efectuar reformas internas del país. Las fuerzas militares también sufrieron varios reveses en su lucha contra la guerrilla, cuando varias de sus bases rurales comenzaron a ser invadidas y un número récord de soldados y oficiales fueron hechos prisioneros por las FARC.

En 1998 Andrés Pastrana tomó posesión de la presidencia de Colombia. El programa del nuevo presidente se basó en el compromiso de lograr una resolución pacífica del prolongado conflicto civil de Colombia y de cooperar plenamente con Estados Unidos para combatir el tráfico de drogas ilegales. Si bien, las primeras iniciativas del proceso de paz colombiano generaron expectativas positivas, el gobierno de Pastrana se enfrentó a un apuntalado déficit fiscal y una crisis bancaria. Durante su administración, el desempleo se incrementa hasta el 20%. Adicionalmente, la severidad de los ataques guerrilleros a nivel nacional por parte de las FARC y el ELN y otros grupos terroristas recrudecieron la crisis generalizada. Para mayor escarnio, se apuntala la producción de drogas y se propagan en todo el territorio nacional fuerzas paramilitares como las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC).

Las administraciones de Andrés Pastrana (1998-2002), Álvaro Uribe Vélez (2002-2010) y Juan Manuel Santos (2010-2018), instrumentaron estrategias de abordaje divergentes para obliterar los efectos nocivos del conflicto armado. El primero fracasó estrepitosamente en las negociaciones de paz del Caguán. Esto marca su legado político, aunque con este mandato ocurre un punto de inflexión en la profesionalización de los contingentes militares (la materialización del Plan Colombia). Asimismo, logró estrechar los lazos entre Estados Unidos y Colombia en la desgastada lucha contra el narcotráfico. El gobierno de Uribe Vélez, por otra parte, tejió la internacionalización voluntaria del conflicto armado en consonancia con la secular lucha contraterrorista, liderada en ese entonces por la administración Bush. Está estrategia llevó aparejada la ejecución de un proceso de negociación con los paramilitares. Además de eso, sitúa en el centro de gravedad a la incipiente política de seguridad democrática, iniciada por su antecesor, con sendos éxitos operacionales.

En 2005, el presidente Uribe negoció el desarme de unos 31.000 paramilitares y lanzó una campaña militar contra los insurgentes que condujo a mejoras significativas en las condiciones de seguridad. Sin embargo, alrededor de 3.000 paramilitares permanecieron activos luego de la desmovilización, y ex comandantes de nivel medio de las AUC formaron una nueva generación de grupos paramilitares llamados Bandas Criminales Emergentes (BACRIM).

Con el arribo de Juan Manuel Santos, que había participado en sendas carteras ministeriales de las administraciones anteriores, se traza una ruta de negociación con las FARC que tuvo lugar en La Habana, Cuba. Esto, en procura de acordar una salida no bélica al conflicto. Sin embargo, la incomunicación con otros sectores políticos, reacios a aceptar las condiciones del acuerdo, fungió como spoiler en la efectividad de su implementación. Asimismo, Santos, propició el inicio de los acercamientos con el ELN. Empero, tales aproximaciones se tornaron estériles ante las arremetidas bélicas del grupo en cuestión. Una secuencia de atentados terroristas contra la propiedad pública y la población civil difuminaron las posibilidades de resolver las hostilidades por la vía pacífica (Niño González, 2017).

En los años posteriores a la firma del acuerdo de paz la acción delincuencial de las bandas emergentes denominadas como GAO (Grupos armados organizados) y GAOR (Grupos Armados Organizados Residuales), se agudizó notoriamente. Entre estos grupos se encuentran fuerzas paramilitares residuales, disidentes que no se acogieron al proceso de desmonte de las FARC y otras agrupaciones delictivas con estructuras anómalas, que operan concertadamente y definen roles y jerarquías estables. El área de acción delincuencial es esencialmente en territorio urbano y su móvil es la obtención de réditos económicos a través del tráfico de estupefacientes, trata de personas, tráfico de armas, homicidio, secuestro extorsivo, entre otras modalidades delictivas.

En algunas regiones del departamento de Antioquia, como aquellas conformadas por los municipios de Zaragoza, Nechí, Cáceres, Tarazá, El Bagre y Caucasia, la guerra de Colombia no cesa desde 2016. Incluso antes de la firma del acuerdo de paz de las FARC en 2016, Bajo Cauca fue una de las zonas más conflictivas de Colombia. Dos grupos son responsables de los homicidios y desplazamientos forzados: El Bloque Virgilio Peralta, o Los Caparrapos, y Los Urabeños.

También se reporta la presencia de disidentes de los Frentes 18 y 36 de las FARC, así como del Ejército de Liberación Nacional (ELN). La disputa se libra entre Los Urabeños y Los Caparrapos para asegurar el control de economías ilícitas como la minería ilegal, el narcotráfico y la extorsión en zonas como Tarazá. El departamento más afectado por los asesinatos de líderes sociales en 2019 fue Cauca, con 36 casos a octubre. Si bien la situación es crítica en todo el departamento, la dinámica de la violencia es diferente en cada área.

El norte del Cauca también está bajo el control de los disidentes de las FARC. Nariño, la principal región productora de drogas del país, es un enclave estratégico de estos grupos criminales puesto que ofrece una miríada de oportunidades para la extracción ilegal de oro y numerosos puntos de partida de drogas a lo largo de su frontera sur con Ecuador.

En los municipios que conectan el Océano Pacífico con el interior del departamento, la violencia obedece parcialmente a los enfrentamientos entre grupos mafiosos ex-FARC, a saber, Guerrillas Unidas del Pacífico (Guerrillas Unidas del Pacífico) y el Frente Oliver Sinisterra (Frente Oliver Sinisterra), mientras que mafias del narcotráfico como Los Contadores también operan en la zona.

El nuevo gobierno, que llegó al poder en 2018, no niega el carácter sistemático de esta transmutada violencia armada. Sin embargo, el plan que ha anunciado para proteger a los líderes sociales ha suscitado fuertes desavenencias por su ineficacia para neutralizar el embate de las estructuras criminales emergentes.

 

Consideraciones finales

 

Para construir un relato coherente y cohesivo sobre el conflicto armado se requiere de la existencia de una memoria social que agrega las experiencias subjetivas de los actores y las percibidas por los relatores.

Los debates en torno a la naturaleza de los escenarios y eventos que enmarcan la historia de la violencia reciente y pasada se sitúan en un campo que se moviliza recurrentemente, con periodizaciones más o menos elásticas y variables. (Plazas-Díaz, 2017). Se ha afirmado que el conflicto se desarrolla en un escenario institucional de confrontación, porque los seculares enfrentamientos bélicos han sido comprendidos bajo el prisma de la guerra fría y la doctrina de seguridad nacional, como un enfrentamiento “dialéctico” entre burguesía y proletariado, o a la luz de las relaciones antitéticas de la democracia y totalitarismo.

Dada la amplitud y creciente complejidad de las tipologías de violencia, escenarios donde se manifiesta, alcance y nivel de incidencia, es un mero desiderátum construir un cuerpo teórico, que abarque todas las particularidades del fenómeno de la violencia en el contexto nacional. Sumado a ello, los insumos básicos disponibles para la descripción y análisis de las vivencias de los actores involucrados pueden ser insuficientes para precisar un marco exploratorio y comprensivo que dimensione la magnitud del mismo. En la literatura especializada no aparecen tesis unificadas sobre el tema, pues la subjetividad y autorreferencialidad de las aproximaciones teóricas para abordar el conflicto, parece ser inevitable. Dilucidar las condiciones bajo las cuales se materializaron los episodios del conflicto armado, las lógicas de reproducción bélica y disputas territoriales y el papel de la población civil, permite ponderar la repercusión de ciertas instancias fácticas que propiciaron el advenimiento del conflicto. Esto es necesario si se desea obtener una aproximación completa del entramado de redes vivenciales que configuraron la fenomenología conflictiva. Tal grado de comprensión es necesario para generar un grado de consciencia sobre la historia que se cierne en la existencia comunitaria y el acontecer de la realidad socio-política de aquellos actores involucrados en los enfrentamientos armados.

Lo expuesto aquí mantiene cierto grado de coherencia con otras aproximaciones teóricas sobre el conflicto armado, pues analiza de modo simultáneo la configuración de filiaciones partidistas, plexos normativos y creencias colectivas (que constan de representaciones de sistemas reales y/o idealizados, así como también conjeturas programáticas) como catalizadores de los episodios violentos. Más de medio siglo de enfrentamientos que asediaron a todos los estamentos de la vida pública dejan manifiesto el hecho que las líneas divisorias entre la naturaleza de las operaciones de las facciones beligerantes y contrainsurgentes quedan totalmente desdibujadas. Así pues, la fractura creada por el uso de la violencia y la lucha por el poder han marcado las dinámicas sociales y políticas desde que se instauró la República. La concatenación de tales eventos ha producido el resquebrajamiento de los instrumentos de control cívico-militar y la depresión sensible de la capacidad del estado para extirpar eficazmente las revulsiones contestatarias, que aumentan su frecuencia e intensidad en la medida que otras problemáticas sociales irresueltas se agudizan. Con ello, adviene la degeneración gradual y periferialización de la fenomenología bélica.

Dada la naturaleza multicausal del conflicto colombiano resulta de vital importancia el desarrollo de una comprensión depurada de los agentes que están involucrados en este complejo entramado de relaciones de poder y que se deslindan de sus propósitos políticos. El seguimiento y la comprensión de la violencia selectiva en el posconflicto colombiano es sólo uno, de la miríada de asuntos que reclaman centralidad en el análisis historiográfico de las causas distales y próximas del enfrentamiento más longevo que haya acaecido en nuestras coordenadas espacio-temporales.

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Recibido: 13/09/2021

Evaluado: 08/05/2022

Versión Final: 09/06/2022

 



(*) Máster en Estadística aplicada (Universidad de Granada). Doctorando en Economía y Finanzas (Universidad Internacional de Andalucía). Docente (Fundación Universitaria Tecnológico Comfenalco). Colombia. E-mail: brunodejesus.2509@gmail.com ORCID: https://orcid.org/0000-0003-1925-0432