El encuentro con un libro. Comentarios sobre “Las Heroínas altoperuanas como expresión de un colectivo. 1809-1825”[1]

 

Zulma Caballero[2]

 

El encuentro con un libro y sus personajes

Berta Wexler focaliza su investigación en el período comprendido entre 1809 y 1825, centrándose en la presencia activa de las mujeres congregadas en las luchas latinoamericanas por la Independencia.

Sables y uniformes, unidos a un gesto firme, nos dicen ya desde la tapa que el libro narrará historias sobre hechos guerreros, pero con una notable originalidad: ocurre que serán las ausentes en los grandes y distraídos relatos, quienes protagonizarán las páginas de esta obra. El libro se constituye en un aporte didáctico valioso, pues presenta variados materiales documentales, tales como fragmentos de sentencias, memorias y bandos, mapas y datos estadísticos.

En este encuentro, me aproximo al texto para ensayar algunos interrogantes. ¿Quiénes fueron estas mujeres cuyos rostros desafiantes invocan a la memoria? ¿Por qué estas Heroínas ‘expresan’ un colectivo?

Siguiendo a Foucault, encontramos que en diferentes momentos históricos se puede “decir la verdad” siempre que se diga en un espacio de exterioridad, pero para estar “estar en la verdad” se debe obedecer a las reglas de una policía discursiva. Las heroínas del Alto Perú pueden entrar en la verdad histórica cuando el orden del discurso se conmueve, a partir del cambio epistémico producido desde el Movimiento de Mujeres, de la Teoría Crítica Feminista, desde los Estudios de Género. La recuperación de saberes, casi olvidados o ignorados, hace visible la verdad de la participación de las mujeres. Ocultada, tal vez, por intereses de género, por razones políticas que tratan de opacar la vida y las acciones públicas de algunos colectivos humanos, la participación sólo suele quedar para aquello que el conservadurismo solicita: la sola existencia en el espacio doméstico afectivo, su inexistencia en la vita activa, en el espacio del discurso, la acción y la libertad. Y el ocultamiento se realiza aunque sea a costa de la desfiguración de la verdad. Con respecto a Juana Azurduy, por ejemplo, recién entre 1960 y 1980 los gobiernos de Bolivia “rescataron su figura dándole grado militar póstumo, nombrándola “heroína de las Américas”, nominación que se le otorgó en la Convención Internacional de la Alianza de Mesas Redondas Panamericanas” (Wexler, p.17).

Por otra parte, si el heroísmo es “un esfuerzo elevado de la voluntad y de la abnegación que impulsa al ser humano a realizar actos extraordinarios”, según expresa el diccionario, en apariencia no sería la esfera doméstica el lugar más apropiado para los actos que se hallan fueran del orden común. Pero esto es sólo una apariencia, pues sabemos cuántas acciones de extraordinaria abnegación ocurren en el espacio de lo privado. Sin embargo, a la ignorancia del heroísmo de todos los días, se agrega para las mujeres esta otra forma de ignorancia, la de su participación en la vita activa.

 

El altiplano: tiempos y espacios inquietantes

La arquitectura del libro muestra una organización en tres capítulos. En ella se advierte el minucioso trabajo de archivo, la recuperación de fuentes, los testimonios, documentos y monumentos que devuelven a la memoria el paso de estas personas.

El Capítulo I se ocupa de las bases del dominio colonial en el Alto Perú. Explora primero el medio geográfico, especialmente los aspectos climáticos de la llamada “tierra caliente” con sus llanuras tropicales y sus selvas, los elevados Valles andinos y el altiplano o puna ubicados sobre los 3000 metros de altura. Es una descripción necesaria; precisamos situarnos en las características ambientales que determinaban el tipo y las condiciones para la guerra, las dificultades experimentadas en los desplazamientos, como también la forma en que el llamado “mal de la montaña” o apunamiento afectaba a quienes provenían de otras zonas.

Esta primera parte incluye la presencia y acciones de los pobladores amerindios del espacio altoperuano, los diferentes grupos étnicos: aymaras, quechuas, mestizos, incas. Señala también los lugares donde se sucedieron las luchas que culminaron con la conquista incaica, como también los de la invasión de los ejércitos hispanos de Francisco Pizarro. El encuentro con la ciudad más populosa de América en el siglo XVII, la del Cerro Rico de Potosí, que llegó a tener 150.000 habitantes, informa sobre esta gran población que trabajaba al servicio de unos pocos dominadores, los blancos hispanos. La autora despliega conocimientos sobre estas regiones, donde la gente perecía por el exceso de trabajo forzado, sobre todo en las minas de plata. Tragedias cotidianas; el hambre, las enfermedades, los castigos, demuestran que eran lugares donde el indio era visto solamente como fuerza de trabajo.

La extracción de plata y cobre, las industrias de tejidos de lana y algodón, vinos y cereales, creaban una dinámica muy especial, en la que los varones de la familia se ausentaban del hogar para trabajar en industrias e ingenios, mientras que las mujeres hilaban, tejían, atendían a los hijos. Todos trabajaban en condiciones de explotación, con salarios muchas veces insignificantes, acumulando deudas con los empresarios. Para lograr el mayor aprovechamiento económico, los dominadores se apoyaban en la equilibrada tradición familiar de los pueblos andinos.

Resulta particularmente interesante el análisis que realiza la autora sobre la conformación étnica en las relaciones entre mujeres: en la Paz, la élite blanca junto con mestizas; en Cochabamba las relaciones entre mestizas e indias; en Chuquisaca, mestizas e indias unidas a las Amazonas de Juana Azurduy.

Podemos preguntarnos cómo influyen en las luchas emancipadoras emprendidas por mujeres y varones y en el movimiento social emergente como modo de resistencia y recuperación de lo expropiado, las penurias colectivas, los sufrimientos ante el poder y la dominación, el expolio sobre las minas, las condiciones infrahumanas en los ingenios. La reflexión prolonga nuestra mirada para acercarnos a la realidad actual, a la permanencia y recreación de los ejercicios de dominio y explotación, a la recurrencia histórica que se cubre de ropajes nuevos, pero que confirma la repetición de las situaciones de sometimiento.

 

Antecedentes y extraños destinos

Ya en el segundo capítulo, la autora nos introduce en el tema central de la obra: las resistencias y rebeliones de las mujeres, las relaciones entre las mujeres y la guerra, el nacimiento de las cacicas. Llama la atención que en algunos diccionarios sólo aparece la voz ‘cacique’, palabra caribe que indica “señor de vasallos en algún pueblo de indios, persona que en un pueblo o comarca ejerce excesiva influencia política”. ¿Se autodenominaron ellas cacicas, alguien las llamó así? Es un término que, supliendo la ausencia en los diccionarios, suele utilizarse para reconocer en las mujeres la capacidad de liderazgo. Creo que en el sentido político y en la identificación posicional radica el interés de la categoría. Eran cacicas al mando de estas tropas rebeldes indígenas, mestizas y criollas, cada vez más oprimidas por la voracidad colonial.

Las cacicas cobran vida como símbolos o arquetipas; se constituyen en personajes que condensan el espíritu y la obra del colectivo (‘expresan’, dice Berta Wexler). Porque junto a ellas están también las otras heroínas. Podemos recordar aquí a Antonio Berni, para quien “el heroísmo no es sólo el acto gratuito, espontáneo y espectacular, es también la larga lucha paciente, anónima y cotidiana dentro de los avatares de la vida” (Cit. en Carli 2001:101).

En el siglo XVIII, los alzamientos indígenas dan cuenta del malestar social. La respuesta del poder será la de ahorcar y descuartizar a cacicas y caciques, ante “su comprobada participación en la rebelión”, tal como rezan las inscripciones en los documentos. En una Sentencia del tribunal realista de noviembre de 1781, leemos que para ejecutar a Gregoria Apaza, esposa de Andrés Túpac Amaru, “la sacaron con una corona de Clavos... la pasearon por esta Plaza... fixada sus manos y cabeza en Picota... y después de días y su incendio se arrojen semejantemente al aire las senisas en presencia de aquellos indios” (Wexler, p. 90). Desobediencia e indocilidad doblemente insoportable para el poder cuando de mujeres se trata, el castigo ejemplar y público debe servir para vigilar, disciplinar y castigar a toda la población.

No puedo dejar de imaginarme al grupo de aymaras que caminaron seiscientas leguas hasta Buenos Aires, para pedir al Virrey Vértiz un mejor trato hacia los indios, y cómo posteriormente los españoles los apresaron y los arrojaron a un precipicio. Hondas, lanzas y macanas ante fusiles es la metáfora de estas luchas desiguales, con la consecuente represión y aplastamiento. Para los opresores se trataba simplemente de grupos insubordinados “hacia el control hegemónico de la élite” (Wexler, p. 38).

Sostiene la autora que las culturas andinas mantuvieron en el interior de las comunidades la tradición del equilibrio entre lo femenino y lo masculino. Este equilibrio se manifestó en los levantamientos, en los que las mujeres indígenas se hicieron visibles como sujetos activos, lejos de modelos femeninos ornamentales y pasivos.

Los antecedentes de las mujeres indígenas que participaron en los movimientos de resistencia y enfrentamiento con el poder español, se hallan en el origen y fundamento de las acciones realizadas por las heroínas del Alto Perú en la lucha por la Independencia.

Relata Wexler las luchas de Micaela Bastidas, esposa de Túpac Amaru. Micaela tenía el cargo de lugarteniente y jefa de la retaguardia, y murió ajusticiada en 1781 junto a su familia en la plaza de Cuzco. Igual destino tuvo Bartolina Sisa, esposa del cacique Túpac Catari (cacique feroz, según los realistas), y Teresa Quisque, torturada y ejecutada.

Muchas otras mujeres, indígenas y criollas, fueron ejecutadas o deportadas, otras fueron “desaparecidas”, anticipando de manera siniestra uno de los métodos para acallar la rebelión. Las humillaciones buscaban aniquilar el potencial de lucha, pero para las mujeres las represalias eran aún más crueles, ya que, como hemos visto, se unía al propósito ejemplificador de la ejecución, la denigración moral por medio de la exposición pública de las vejaciones.

Tres décadas más tarde, la liberación del Alto Perú se convirtió para Buenos Aires, una vez producida la Revolución de Mayo de 1810, en un objetivo político y económico de la mayor importancia. A los caudillos locales se unían ahora otros actores sociales, entre ellos algunos españoles; pero la mayoría se hallaba conformada por indígenas y mestizos, una alianza de grupos étnicos contra los realistas; la búsqueda se orientaba hacia la conformación de un nuevo estado político y económico. La autora se pregunta sobre el modelo de liderazgo percibible en la alianza entre mujeres, y desde su perspectiva el modelo parece haber sido el de las cacicas indígenas.

 

El orden subvertido: mujeres en coaliciones y guerrillas

El tercer capítulo nos conecta con la revolución de 1809 en Chuquisaca, que inicia la Guerra de la Independencia en el Alto Perú. ¿Qué ha recogido la historia sobre la participación de las mujeres? Bastante poco, salvo la reivindicación de heroína para Vicenta Eguino, en 1826. Recién en 1860 se habla, en crónicas periodísticas, de las mujeres que participaron de las acciones sociales y políticas de la época. Algunos dispersos testimonios, no siempre favorables, comentaron esas acciones. Las perspectivas sexistas veían a estas mujeres como el anti-modelo, mujeres temibles, peligrosas, masculinizadas. La historiografía, dice Wexler, acompañó el imaginario de la anti-heroína, es decir, el varón como héroe y las mujeres como seres obedientes recluidas en el ámbito doméstico. No tenemos muchos resquicios para saber qué sentían, cómo se veían a sí mismas.

Para los españoles en el poder, las desenfrenadas mujeres guerreras prostituían la religión y subvertían el orden; con piadoso celo los bandos del Cabildo las instaban a abstenerse de realizar actividades ‘perniciosas’. Pese a la prédica hispana, interesada en reducir belicosidades y conjurar conflictos, la historia de Vicenta Eguino de Medina nos muestra que las mujeres no se dejaron amedrentar o convencer. Entre las características poco convencionales de su vida, la investigación de Wexler encontró que Vicenta quedó viuda y se casó por segunda vez, obteniendo más tarde el divorcio de este segundo matrimonio. Vicenta Eguino armó en secreto, en su casa, una fábrica de municiones, lugar donde trabajaban otras muchas mujeres. La red femenina se ampliaba con la inclusión de otras representantes de diferentes grupos étnicos, como la mestiza Simona Manzaneda. Las mujeres dominaban el quechua, por lo que lograban contactarse con los indios para lograr su incorporación a las luchas. Increíbles acciones de resistencia han sido olvidadas, ya que la historia sólo guardó en la memoria las vicisitudes vividas por algunos personajes, opacando el diario ejercicio de la guerra de estos grupos de mujeres, de indios, de mestizos y criollos.

Junto a esas mujeres paceñas, las cochabambinas inventaron formas de lucha que se relacionaban con las formas cotidianas de vida: cocinar para las tropas, llevar mensajes, atender heridos, defender la ciudad. En esas actividades, comenzaron también a realizar prácticas de guerra. Son mujeres anónimas, de muchas de ellas no han quedado sus nombres, como si hubieran sido personajes de ficción; aunque a través de testimonios y relatos que han ido pasando de generación en generación algo de sus hazañas se ha podido conservar.

Para algunos historiadores, dice la autora, lo que podría destacarse en estas mujeres sería un supuesto “espíritu varonil”. Es decir, para esos historiadores no podría haber un espíritu de lucha como mujeres deseantes en tanto defensoras de utopías e ideales, sino que cuando se inscriben en acciones políticas son consideradas como apropiándose de un valor que pertenecería a los varones, un valor que no es propio de las mujeres; batallas, espadas y éxodos se soportan sólo circunstancialmente, de modo provisorio, pero pronto todo ello deberá reprimirse para que las cosas vuelvan a su cauce normal. Este reparto de género hace que no las tomen en serio, y se justifica en una concepción en la que convergen, naturalizándose, funciones, lugares y tareas, diferentes para cada sexo.

Sin embargo, estas mujeres refutan los argumentos de género, ya que sus acciones no parecían tener el sentido que buscaron acordar los historiadores. No parece que ellas sintieran que estaban haciendo lo que no era propio para su sexo; por el contrario, aquella falaz distribución que intenta diferenciar, pese a todas las evidencias, los espacios sociales, no era lo que guiaba sus actos, porque ellas se sentían parte del movimiento, como seres humanos en lucha.

La mirada masculina insistió en el estereotipo: se quiso ver en la mujer guerrera a la madre, despojando a aquella de los atributos y valores ‘indeseables’. Al resaltar la maternidad biológica, se traslada esa maternidad al engendramiento de la Patria por las mujeres, quienes quedan cristalizadas en el papel materno. Se diluye y oculta así la acción política. Esta operación semiótica de feminización de la acción de las mujeres, se complementa con el acentuamiento de lo que sí poseerían: las virtudes sensibles aún cuando porten armas. El rechazo manifiesto de la acción bélica y política, encubre intenciones de jerarquización, de diferenciación: las hazañas femeninas serán maternizadas, permutando los actos de valentía para los varones, y recreando para ellos un discurso que hablará de profesionalismo militar.

Berta Wexler habla de una concepción androcéntrica de la historiografía, que ha excluido o ignorado la presencia activa de mujeres en los movimientos sociales. Un caso paradigmático es el de Juana Azurduy, mujer criada en el campo, con una gran habilidad para manejar el caballo, que combatió en el Alto Perú. Pese a que no tenía instrucción militar, sus habilidades, el conocimiento del terreno, sus condiciones de organización y liderazgo la llevaron a ser designada como Teniente Coronel. Pronto se une a la lucha de Güemes en la frontera del norte argentino. A pesar de la importancia de su labor militar y política, no se la reconoció como parte integrante del Ejército, aun cuando Bolívar le dio el reconocimiento de heroína.

Frente a su historia poblada de guerras, combates, acciones y aventuras, en 1825 algún funcionario dijo de ella que “olvidó la delicadeza de su sexo”. El mismo inconstante funcionario la consideró la única representante femenina, olvidando que peleaba con un conjunto de mujeres amazonas, que la escoltaban.

 

Respuestas ante la crisis del orden social de género

Se hace evidente la carencia discursiva de elementos que puedan dar cuenta de la actuación de las mujeres en las estrategias bélicas. Según Wexler, el término guerrillera aparece en el diccionario como indicando a la mujer del guerrillero; desde esa perspectiva, no parece ser una guerrillera una mujer capaz de acción bélica por sí misma.

Otra cuestión, relacionada con el tema de la identidad de estas mujeres, aparece en esta obra: la autora señala que “un nuevo mundo posible ... fue su lucha constante y permanente en la construcción de una nueva identidad militar” (Wexler, p. 67). Hay una pregunta en Juana Azurduy, una interpelación a los ideales masculinos (y también femeninos) sobre el deber ser de las mujeres, y las contradicciones con el deseo de ser.

Pero lo que sobresalta, lo que provoca un poco de asombro, es la feminización de sus características reales y verdaderas. Senos, rostro, cabello, labios, sonrisa, todo debe suavizarse, debilitarse, para forzar la energía, para dominar lo subversivo, empresa filantrópica destinada a encauzar hacia el orden natural aquello que se ha desmadrado. Hubo que maternizar lo imaginario, las imágenes, la figura, para resolver la crisis del orden social de género. No quedó más remedio que encontrar un camino de conciliación: una suerte de mezcla, que consistió en dejarle los atributos militares, el uniforme, los galones, el arma. Se trata de una costosa operación estética, un simulacro que busca transformar una figura para que pierda lo temible, lo que conmueve la estructura jerárquica. Calles, monumentos, instituciones, alabaron y elogiaron su nombre, pero su presencia a través de la efigie había pasado ya por el filtro que suavizaba los rasgos demasiado potentes y que pintaba los labios a la combatiente, esquiva figura en la que se debía neutralizar la fuerza modélica idealizando otros rasgos menos enérgicos.

En las conclusiones, la autora reseña con concisión esta historia olvidada, nacida en aquellas líderes indígenas del Perú y el Alto Perú, que junto a otras mujeres inventaron nuevas estrategias de rebelión. Criollas, mestizas e indígenas, “rompieron el orden establecido” (Wexler, p. 75), al revertir la exclusiva separación entre lo público y lo privado, aunque luego perdieron estos logros al ser nuevamente posicionadas en el ámbito doméstico. Situación que se repite en la historia. Si en algún momento son necesarias para la lucha armada, se tolera su actuación, pero pronto se les hace recordar la divergencia.

Creo que uno de los obstáculos más difíciles de superar, es el de considerar el doble carácter de la sexuación de género. Para algunas acciones se requerirían atributos ‘masculinos’; más temprano que tarde, cuando el conflicto se acaba, se insta a recuperar algo perdido, lo ‘femenino’, por lo que se induce a abandonar lo que no sería propio. Como si el esfuerzo, la acción, la capacidad de crear estrategias, el deseo de participación, no fueran atributos de todos los seres humanos. La autora destaca el androcentrismo de las visiones, cuando afirma que la historia masculinizó a las cochabambinas, a las paceñas, a Juana Azurduy y sus amazonas. Se trataba de mostrar que eran mujeres invadiendo un terreno ajeno, y que por ello debían abandonarlo lo antes posible.

Junto al sentimiento de alienación que se intenta reforzar, aparece muy ligada la subsistencia del recuerdo maternizante, con la asimilación de Juana a la Pachamama, la madre tierra tranquilizadora. La transformación de las cochabambinas en Madres de la Patria, permite la sobrevivencia simbólica de estas guerreras en tanto ‘soldadas’ femeninas, recordadas como tales en el Día de la Madre. Nuevamente relegadas al espacio de lo privado y lo afectivo, se produce un ejercicio de devolución al ‘otro’ femenino, que las nombra en tanto guerreras sensibles.

Sin embargo, Juana Azurduy era también una madre “real”. Berta Wexler relata que en 1815, Juana, estando embarazada, queda al mando de un batallón, siendo asistida en el nacimiento de una niña, Luisa, en el transcurso de un duro combate (Wexler, p. 83).

¿Cuál era el rostro verdadero de estas mujeres? ¿Cuál fue su papel como protagonistas de las luchas de la Independencia? Considero que el libro proporciona importantes respuestas a estas inquietudes, en tanto tarea de develamiento de sucesos memorables que la historia se encargó de diluir en el intento de restarles visibilidad al confinarlos en el espacio de lo semiexcluido, de lo subalterno frente a lo hegemónico. Explorar aquellos lugares de la historia destinados a quienes no tienen patrimonio, a lo que no merece conservarse, salvo en los bordes, en las canciones y anécdotas, ha permitido a Berta Wexler desplegar un movimiento estratégico para desmontar el proceso que relegó a un colectivo en el lugar folklórico de la cultura popular y de las tradiciones como residuo de la historia.

 

Bibliografía

Carli, Sandra (2001). “A través de Berni. Infancia, cultura y sociedad en la Argentina”. EN: Cuadernos de Pedagogía, Rosario. Año IV, Nº 9.

Foucault, Michel (1992). El orden del discurso. Buenos Aires: Tusquets.

WEXLER, Berta; Las Heroínas altoperuanas como expresión de un colectivo. 1809-1825, ed. Revista Historia Regional de la Sección Historia, ISP Nº 3 y del Centro de Estudios Interdisciplinarios sobre la Mujeres (CEIM). UNR, Villa Constitución, 1° ed. Setiembre 2001, 2° ed. Mayo 2002, 3° ed. (1° boliviana) julio 2002, Centro “Juana Azurduy”, Sucre, bajo el título: Juana Azurduy y las mujeres en la revolución Altoperuana.

 

Notas



[1] El presente trabajo es la reelaboración sin mayores cambios de la presentación del libro de Berta Wexler; Las Heroínas altoperuanas como expresión de un colectivo. 1809-1825, ed. Revista Historia Regional de la Sección Historia, ISP Nº 3 y del Centro de Estudios Interdisciplinarios sobre la Mujeres (CEIM). UNR, 2001.

[2] Psicóloga (UNR). Magister en Estudios del Género (CEIM-UNR). Doctora en Filosofía y Ciencias de la Educación (Universidad de Barcelona). Docente de grado y postgrado en la Universidad Nacional de Rosario (UNR).